lunes, 23 de junio de 2014

Interbalnearia parte III

El segundo amanecer del viaje, también en carpa, no fue como el primero. La poderosa cercanía del mar cambiaba las circunstancias. Las diferencias que más sentí fueron la leve tensión muscular debido al frío y la distensión pulmonar debido a lo mismo. El aire frío del mar cargado de pureza me ensanchaba los bronquiolos. Tenía por delante un tercer día consecutivo de ruta sin tener aún decidido dónde pasar la noche. Joya.
Las posibilidades eran en principio dos: acampar en Punta Arenas, una inmensa área de médanos alejada de las zonas habitadas que se veía en el mapa a mitad de camino, o llegar a Mar del Plata para que comenzara la segunda parte del viaje, ya no en solitario sino en compañía de los amigos de siempre. Desayuné y partí. A esta altura, si bien estaba en temporada baja, ya algunos autos pasaban. No había un viento como el día anterior pero igual por tramos había que gambetearlos.
¡Qué lindo volver a armar, amarrar y arrancar! Subirme a la moto así cargada y manejar fuera de un pueblo o ciudad es despegar. En la ruta la gravedad es otra, uno surca el espacio entre distintas realidades, aunque sea realmente en ese espacio, donde la realidad se manifieste.
Una tras otra iba pasando las ciudades balnearias, las de más al norte, hasta que después de un rato llegué a la entrada de Punta Arenas, la parte sur del Cabo San Antonio, digamos la parte de abajo de la parte más salida de la provincia. La parte norte era Punta Rasa. Era un camino zigzagueante entre bosques y médanos. Encaré para el faro, pero después de varias vueltas llegué a una tranquera cerrada con el típico cartelito y sus prohibiciones. Dejé la moto con todo y salí a caminar un buen rato por los médanos en dirección al mar. Qué bueno…

Faro de Punta Arenas
La libertad de los médanos
Pero no era el lugar para quedarme a dormir, en realidad me dieron ganas de llegar a Mar del Plata donde me esperaba el puchero materno y una excursión nocturna a la Laguna de los Padres con un amigo de aquellos. Mandé los mensajitos pertinentes para arreglar estas cuestiones y volví a la ruta.
A la altura de Villa Gesell tuve que parar a ponerme el equipo de lluvia. Si bien había sol el aire era muy frío y con la velocidad atravesaba mis barreras abrigatorias. Aproveché para sentarme en el pasto a lastrar unos ammenities. Bah, los que más se aprovecharon fueron los abrojos, que se aferraban a mi ropa y a mi carne rompiéndome los kinotos. Tuve que aprender a gambetearlos también, cosas del camino.
Desde hace mucho tiempo quiero conocer el Faro Querandí, y nunca fui. Según el mapa iba a pasar a unos 15 km del mismo, así que después de Villa Gesell que termina la zona urbana estiraba cada tanto el cogote a ver si lo divisaba. Tiempo después, cuando menos me lo esperaba, lo ví. En perspectiva se veía pequeño por la lejanía, pero yo lo veía inmenso, solo en las infinitas soledades de los médanos y el océano. Parecía que miraba un partido de tenis, porque la cabeza iba de la ruta al faro ida y vuelta, ida y vuelta. Cuando llegué a una entrada de tierra con un cartel de madera anunciando “Faro Querandí” comenzó la lucha interna entre desviarme y entrar a una nueva aventura o seguir con mi plan, pero así y todo mi muñeca derecha no participó de esta discusión y no le aflojó al acelerador.

Laguna de Mar Chiquita
Al rato apareció la Laguna de Mar Chiquita, una laguna de agua salada dentro del continente. Después ya volvió la zona urbana. Santa Clara con sus muchos recuerdos y el último tramo de la 11 que tantas veces he recorrido, para terminar manejando, con la moto toda cargada y yo con pinta de extraterrestre, por las callesitas de Mardel. ¡Un flá! Ya en la casa de mi mamá desarmé todo, charlé un rato con ella y me fui al sobre, metiéndome con placer entre las sábanas, liberándome de tantos kilómetros.
Desperté con el timbre del Caruso que estaba invitado al pucherazo con que mi vieja nos deleitó esa noche. ¡Qué rrrico! Ya con todas las calorías salimos a la fría madrugada marplanauta rumbo a la querida ruta 226. Una vez que la Morocha comenzó a rodar sobre la misma lejos de los resplandores de la ciudad, éramos los únicos, por momentos apagaba la luz y sentía la adrenalina fluir al manejar a toda velocidad a ciegas. Entré por el primer acceso a la laguna atravesando los bosques y llegamos finalmente al espejo de agua. La rodeamos hasta llegar al Museo José Hernández, y ahí nomás me mandé por la bajada de pasto pegando una patinada que casi nos caemos, lo bajé al Caruso y seguí solo, manejando al borde de lbarranco entre lals raíces de los árboles en plena oscuridad. Estacioné en un lugar con una vista suprema. Y unos murciélagos con una puntería bárbara. Volaban a grandes velocidades pero un metro antes de llegar a mi cara se desviaban. Y a jugar con la cámara, como siempre. Un rato ahí y un rato en otro lado al borde de la laguna, iluminados por una luna bellísima.

Autorretrato con el Caruso en una noche misteriosa

Experimentos nocturnos en la Laguna de los Padres


Me parece que está hablando del...

Fue una noche inolvidable, donde volví a comprobar que los momentos intensos de la vida merecen ser compartidos. Una segunda etapa del viaje comenzaba.
CONTINUARA…

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