jueves, 10 de abril de 2014

Interbalnearia parte I

Después de casi 5 meses sin publicar en este blog, y lo que es mucho peor, sin mandarme una travesía con la Morocha, me mando a relatar mi última experiencia en la ruta, la cual si bien fue de apenas una semanita, bien la podríamos catalogar como cortita pero juguetona. En realidad, pensaba hacer un viaje de dos semanas al sur de Mendoza, tierra de volcanes, aguas termales, cuevas con estalactitas y restos de accidentes aéreos famosos, pero no fue así. A último momento me salió un laburo de fotografía muy copado, cubrir el congreso privado de tango más importante de Buenos Aires, por el cual con gusto resigné no sólo mi primer semana de vacaciones, sino además el área con mayor densidad de volcanes del planeta. Para una semana de viaje tuve que optar por un destino más cercano, ahí fue cuando recordé uno que tenía pendiente desde hace ya tiempo: la ruta 11, más conocida como la Interbalnearia.

Medianoche en el hotel abandonado de Punta Indio, bañado por la plateada luna llena, junto al silencio del río más ancho del mundo, y yo con un pedo macanudo.


La noche anterior a partir había sido el cierre del festival, y en vez de terminar mi trabajo y rajarme a casa a dormir para levantarme temprano y partir de mañana como correspondería para un viaje en moto, decidí vivir la fiesta hasta el final y al día siguiente me las arreglaría. Una vez terminadas las fotos me puse a milonguear, por lo que me terminé acostando casi al amanecer con la idea de llegar al primer destino de mi viaje antes de que el sol termine su recorrido sobre esta región del planeta. Había un motivo muy especial que me llevaría a salir a la ruta sea la hora que sea: esa noche iba a ser luna llena.
Ni siquiera activé el despertador, me desperté recién a las 14hs, y entre que desayuné y armé las alforjas terminé saliendo de viaje ¡¡a las 17hs!! Pretendía llegar a Punta Indio, un pequeño pueblo que me llamaba la atención no sólo por su nombre y ubicación, sino además por ciertas historias de un hotel abandonado. Y también, porque estaba sobre la ruta 11 la cual desde ahí planeaba comenzar a recorrer. Una pretensión que no se cumplió, debo decir, yo también saliendo a esa hora...
No hay nada como salir de viaje desde tu casa, en moto desde tu garage, sin apuros ni horarios que cumplir, es la libertad total, la sensación de irte al carajo cuando se te canta y llegar a donde se te ocurra. Y otra cosa que también me gusta mucho es recorrer las calles de mi ciudad, las avenidas que rutinariamente transito, con ropa de viaje y con la moto cargada con carpa, bolsa de dormir y todo lo necesario para dejar atrás tanto cemento. ¡Me imaginan manejando así por la 9 de Julio! La hice de punta a punta, fue sensacional. Esquivando autos de alta gama que casi no hacen más que llevar a gente a trabajar, y yo con mi Morocha esquivándolos rumbo al infinito y más allá!
Hice una parada de unos minutos en una estación de servicio apenas comenzada la autopista a La Plata para ponerme más abrigo, la temperatura ya estaba al límite así que parado al costadito de la moto me puse en bolas para calzarme los calzones largos, así rapidito y mirando para abajo como pa pasar desapercibido. Tomé la ruta a Mar del Plata y luego me desvié por la 36. En ese momento de alguna manera el viaje comenzó, ya que salí a una ruta de doble carril en medio del campo y por suerte muy poco transitada. Hacía poco le había cambiado la corona a la moto, con gran placer surcaba las pampas a 90km/h.
Esudiando el mapa (actividad en la que suelo compenetrarme) había visto un puesto/caserío en medio del campo a 15km de la ruta llamado "La Viruta", igual a mi milonga preferida. Sabía que en algún momento iba a llegar a esa encrucijada donde se debatirían mis planes en contra de mi fanatismo tanguero. Cuando después de un par de horas de haber partido (porque me había llevado un buen tiempo salir de buenos aires, primero por el tráfico de la hora pico y segundo porque estuve dando varias vueltas sin encontrar la subida a la autopista hasta que decidí mandarme una cuadra en contramano sobre la vereda) cuando llegué finalmente a esa encrucijada, el sol ya estaba peligrosamente cerca del horizonte, por lo que ni siquiera amagué a doblar. Eso sí, frené para la foto.

Resistiendo la tentación de espiantarme pa la Viruta...
Luego de mi primer y fugaz parada, y a pesar de que me hubiera venido bien descansar mis caderas unos minutos, volví a subir a la Morocha y seguí adelante. No quería hacer ruta de noche, encerrado en una pequeña burbuja de luz iba a ver sólo algunos metros hacia adelante por lo que iba a tener que ir más despacio por si se me aparecía un pozo o cualquier cosa en el camino, y por esto correría el riesgo de que me pasen por arriba al no divisar mi diminuto foquito rojo, ningún conductor espera encontrarse una moto en la ruta, no me siento seguro haciendo ruta de noche. Y para peor, sabía que los últimos kilómetros iban a ser ya por la ruta 11 que a esas alturas es de tierra. Sí, de tierra, la famosa interbalnearia es en sus comienzos, y por todo el tramo en que bordea el Río de La Plata, de tierra. Eso sí, cuando el sol se coló por un agujero y besó el horizonte, las nubes que cubrían el cielo explotaron en naranja, no pude evitar detenerme al costado de la ruta sin bajarme de la moto a admirar semejante espectáculo. Mi sonrisa se amplió y relajó. El gris de tantas toneladas de cemento había comenzado a ser desplazado por los colores del mundo real. Ahora tenía el tiempo contado, la claridad disminuiría minuto a minuto hasta envolverme la oscuridad total.
La Morocha venía firme rodando y rodando a las chapas, achicando la brecha con mi destino. Al llegar a Verónica tenía que doblar a la izquierda unos 15km para encontrar la esperada ruta de tierra y ahí regresar unos 5km. Pero antes tenía que entrar en Verónica para cargar nafta, no creía que en Punta Indio hubiera estación de servicio, y bien sabía que de ahí en adelante tenía toda la inhóspita Bahía de Samborombón por delante, casi 160km sin NADA, y si me ponía a hacer cálculos el combustible se me iba a acabar pocos kilómetros antes de llegar al surtidor...
Pero me equivoqué, se ve que cuando finalmente y con las últimas luces llegué al desvío de Verónica, tomé por un camino que le pasaba por el costado (en el mapa efectivamente se veían 2 caminos) y no encontré ninguna estación. Me fui dando cuenta de esto a medida que avanzaba por esta pequeña ruta pero no quise desviarme hacia la ciudad, la noche avanzaba sobre mí y llegar era la prioridad. Luego de dejar los suburbios de Verónica atrás me topé con una pista de aterrizaje donde me interceptó una encrucijada. No estaba seguro si era finalmente la 11, ya estaba bastante oscuro, no había cartel ni casas ni nadie a quien preguntar, y pese a que por la 11 tenía que doblar a la izquierda, seguí mi instinto de orientación y tomé a la derecha. Al costado de ese camino me llamaron la atención varios carteles de precaución con dibujitos de aviones. Así seguí andando hasta toparme con otra ruta (la que tendría que haber tomado para entrar en Verónica y llenar la panza de la Morocha) y enfilé hacia el río más ancho del mundo. Cuando finalmente llegué a la 11, ya era completamente de noche. De alguna manera la aventura recién comenzaba, el mundo conocido quedaba atrás, de ahora en más me esperaba el descumbimiento y el asombro, dos sustantivos que me tiran como un imán.
En esa encrucijada en que el asfalto moría había un farol que iluminaba con luz tenue unos pocos metros alrededor, fuera de esa burbuja amarilla la oscuridad era total. ¡Qué camino! Como era de noche no podía ir muy rápido ya que veía apenas unos pocos metros hacia adelante, y manejando sobre ripio hay que ir constantemente mirando dónde se mete la rueda delantera. A esa escasa velocidad el interminable serrucho de esa ruta me sacudía como si avanzara dentro de un centrifugador de ropa. (Se llama serrucho a la erosión que las lluvias producen en los caminos de tierra, dejándolo lleno de pequeñas montañitas en cadena que hay que pasarlas rápido para no temblar sin parar, y la noche anterior había llovido). A mis costados no había más que oscura vegetación y yo tiembla que te tiembla sin saber dónde carajo estaba. Así fui avanzando unos 15 minutos hasta comenzar a encontrar las luces de algunas casas al costado del camino, no eran más de 3 cada 100 metros. Luego pasé un almacén perdido, y comencé a preguntarme si ya habría llegado a Punta Indio, ya que el lugar en el que estaba ni siquiera se parecía a un pueblo. Con algunas dudas seguí avanzando hasta que cuando crucé otro almacén me decidí a frenar y consultar.
Efectivamente, estaba en Punta Indio. Compré un paquete de yerba y unos bizcochitos (aún no había almorzado y tenía que estar preparado para un eventual ayuno en caso de que no encontrara dónde comer) y me indicaron cómo llegar al camping más cercano. Era un barrio de calles de tierra sin iluminación donde no se veía un alma, tan solo algunas casas le daban a la zona algo de luz. Llegué al lugar y me acerqué, era un pequeño bar rodeado de parques. Entré al comedor donde en una sola mesa había gente conversando (imaginen mi aspecto, alguien que se baja de una moto luego de horas de ruta tiene una imagen muy distinta a alguien que viajó en auto) y saludé. Un señor muy amable me recibió y me llevó a ver el área del camping. Para llegar atravesamos una canchita de volley que en la oscura noche (la luna aún estaba baja) estaba alfombrada de luciérnagas, fue una bienvenida sensacional, estrellas en el cielo y en la tierra. Como siempre, era el único en todo el camping, prendieron algunas luces para mí (las cuales fui apagando después, sólo dejé la del baño). Acerqué la moto, le saqué el equipaje, armé la carpa y enfilé para el bar, ¡tenía haaaambre!
Me senté en una mesita a la intemperie debajo de un sauce, la luna llena recién nacida aún con tonalidades amarillas me enfocaba con su enorme seguidor, no podía cenar en un lugar mejor, fue el comienzo de una noche inolvidable en mi vida.
Me pedí una suprema napolitana con papafritas y una botellita chiquita de vino espumante que vi en la carta. "Chiquito no hay, tengo grande", dijo el mozo... Después del segundo vaso tenía una felicidad que rebalsaba, hice apagar unas luces delante de mí que iluminaban unos escalones en el pasto y éramos la luna y yo, cenamos juntos y brindé con ella varias veces. Mi celular no tenía señal, era libre. Terminado el flan con dulce de leche y el tubo de burbujas estaba a punto caramelo, le pregunté al señor cómo llegar al hotel abandonado concentrándome en no olvidar las indicaciones, fui hasta la carpa a buscar el equipo fotográfico y arranqué.

El Hotel Abandonado desde las piedras

Entre que no llevaba equipaje y el pedo que tenía, la moto venía liviaaana. Me adentré en esas calles de tierra solitarias tratando de recordar los dos puntos donde debía doblar. Felizmente los ubiqué y luego de unas 20 cuadras, llegué. Por fin estaba donde quería estar. El silencio y la inmensidad me envolvían. Las ruinas de un oscuro edificio abandonado a orillas del río inmenso bajo una luna encandilante era todo lo que necesitaba. Me acerqué sigilosamente al hotel y entre unos yuyos altos me asomé por una de sus ventanas a lo que sería el sótano (donde funcionaba un casino). Se veía inundado y totalmente en ruinas. Me di cuenta que tenía los pies en el agua y rápidamente me tiré para atrás. La verdad es que antes que nada necesitaba abstraerme en la naturaleza, así que atravesé un alambrado en dirección a unas piedras que avanzaban en el agua como una pequeña escollera. Llegué hasta la punta y ahí me tiré a tomar luna.
La luna se veía roja de tan intensa, el río con su pequeño oleaje refrescaba el aire y los pulmones, no hacía frío y el cielo estaba totalmente despejado, prendí un canario y estaba como quería.
Quedé tirado en esas piedras al ras del agua, por momentos sentía que no me podía parar, pero no importaba, si estaba como quería. Hipnotizado por el agua y el universo infinito sobre mí no sé cuánto tiempo habrá pasado, hasta que en un momento sentí frío en los pies y me di cuenta que los tenía debajo del agua (por suerte mis zapatillas impermeables funcionaron). El río estaba creciendo y mucho más rápido que la marea del mar. Las piedras de la punta donde tenía pensado tirar un par de autorretratos estaban a punto de desaparecer bajo la superficie, así que me puse las pilas, me paré, armé el trípode, saqué algunas fotos y salí justo de aquellas piedras, las que media hora después se encontraban sumergidas.

Cucú Gambini

Punto Caramelo

Mambo Sideral

Había llegado el momento de recorrer las ruinas. Hacia ellas me encaminé y atravesé lo que sería la entrada principal. El momento en el que entré fue supremo, en el interior reinaba una pesada oscuridad cortada por los haces lunares que se colaban por las aberturas de las ventanas inexistentes. Si bien las ruinas eran un poco tétricas, quizás por mi estado ni se me ocurrió sentir miedo sino todo lo contrario. Primero las recorrí de punta a punta decidiendo las fotos que haría y después comencé a tirar autorretratos: esta vez yo era mi propio modelo. Fue divertidísimo. Después de un buen rato y terminada la sesión, volví a subir a la terraza donde me volví a acostar a tomar luna, y creo que pasé un buen tiempo así. La paz era tal que el tiempo había dejado de transcurrir. Fue una noche eterna en mi vida, ya que dentro de alguna recóndita y pequeña parte de mi sigue transcurriendo, como tantos otros momentos inolvidables que he vivido.

Un fantasma macanudo
Noche Tótem
Lo que el tiempo se llevó

En la boca de la calavera
En la plenitud de la terraza

Estuve tirado en esa terraza mirando hacia arriba hasta sentir que ya era la hora de dormir, sería de madrugada y al día siguiente me esperaba una travesía de ruta larga e inhóspita. Desarmé el equipo, volví a la moto y manejé de vuelta al camping. Si al ir al hotel las calles estaban desiertas, ahora de madrugada no quedaban ni los fantasmas. Me derrumbé en la carpa y quedé dormido en menos de un minuto, con la puerta abierta (con el mosquitero cerrado, claro).
Algo muy importante tengo que destacar: cuando comenzaron los primeros fríos del 2014, por hacerme el canchero seguí yendo a la milonga con poco abrigo y un par de noches me agarró la fresca. Comenzó una molesta tos al irme a dormir. Durante el día estaba bien, pero al acostarme me comenzaba a picar la garganta y arrancaba una tos que por un buen rato no me dejaba dormir, y a la mañana me despertaba sintiendo una bolsa de basura en el pecho que después del desayuno gradualmente desaparecía. Esto me duró unos 10 interminables días, y fiel a mi estilo ni tomé remedios ni vi ningún doctor, se me tenía que pasar solo, que el cuerpo se me curta carajo. ¡¡Pero será posible que la primer noche, durmiendo en carpa con la puerta abierta y después de haber estado a la intemperie por horas NO TOSI NI UNA VEZ NI NUNCA MAS!! Hay que irse a la mierda, esa es la solución...
Me desperté en cierto momento de la noche deshauciado de sed. Mi cuerpo pedía agua a gritos, me senté y miré la pantallita del celular, eran las 4:30AM. Salí de la carpa y caminé descalzo por el pasto medio mareado en dirección al baño. La luna encandilaba, no la podía ni mirar. Llegué a los piletones para lavar ropa y me prendí de la canilla, calculo que me bajé el tanque de la sed que tenía. Ya al regreso a la carpa estaba más despabilado, tanto que armé el trípode y saqué una foto más antes de volver a dormir como un angelito.

Madrugada en el camping

Estaba feliz, era libre y al día siguiente tenía toda la 11 por delante.

CONTINUARA...

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