Por tercer día consecutivo, desperté en la bolsa de dormir rodeado de los típicos sonidos de la naturaleza. Motores a explosión, bocinazos y puteadas habían dejado de formar parte de mi entorno natural (por más que en mi casa no los escuche por ser silenciosa, pero sé que ahí afuera, a dos cuadras, están). Abrí la carpa y esta vez los perros estaban ahí, nadie los había echado al amanecer. Todos ellos festejaban el reencuentro, felices de verme, jugando y correteando conmigo, contagiándome la libre despreocupación de no andar imaginando futuros que amenazan ni recordando pasados que reprochan. El camping de Tapalqué, con sus cientos de árboles decorados con los colores del otoño, fue el mejor lugar para desayunar en calma y armonía. Como quien no quería la cosa me preparaba para lo que venía: el día de ruta más largo de todo el viaje.
El destino era Carhué, una pequeña ciudad cerca del límite provincial con La Pampa. No había una ruta de asfalto directa para llegar, por lo que tenía que comenzar alejándome para hacer dos empalmes y ahí sí recién dirigirme hacia allá. En total, iba a recorrer unos 386 km. Con la moto tan sobrecargada de equipaje, más dos personas, y a 80km/h, sabía de antemano que no iba a ser fácil. Lo que no me imaginaba eran los vientos...
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Con Lupín, otro motoquero, mi anfitrión en Carhué |