martes, 21 de mayo de 2013

Noroeste parte II

Apenas transitados los primeros metros en moto por la ciudad de Salta, el cambio se notó. Si bien estaba a apenas 1200 metros sobre el nivel del mar, era evidente que el motor tenía menos fuerza, menos reacción. ¿Qué me esperaría cuando alcance los 4000 metros? Tanto mi mecánico como varios motoqueros más me habían recomendado algo que me pareció ridículo al principio, pero quién sabe: poner un trozo de cebolla dentro del filtro de aire para que el motor esté más oxigenado y tenga más fuerza. Llegado el momento de subir hacia Iruya, iba a hacer la prueba, aunque no contaba con que me estaba olvidando las herramientas...

Así comenzaba la ruta 9
Ruta de Cornisa Salta-Jujuy, con vista a un dique
Después de mucho pensar, había decidido llegar primero a Humahuaca atravesando toda la Quebrada, hacer la 1ª noche ahí, y salir a la mañana siguiente rumbo a Iruya. Si sobrevivía a semejante travesía, volvería bajando y recorriendo los otros lugares que tenía en mente. Para ir de Salta a Jujuy hay dos opciones: tomar la autopista como hace todo el mundo, que si bien es más larga es mucho más rápida, o tomar el antiguo camino de cornisa, una ruta angostísima entre las montañas, literalmente con cornisas, llena de curvas, subidas y bajadas. En otros tiempos fue la única ruta directa que conectaba ambas ciudades, no puedo imaginarme cómo harían los camiones para transitarla, escuché que hubieron numerosas muertes por accidentes. Pero conociéndome, imposible tomar la autopista sabiendo que tenía la opción de ir por las montañas, aún cuando después de llegar a Jujuy tenía que subir todavía hasta la quebrada de Humahuaca y atravesarla de punta a punta...

Ruta de cornisa, asombrosamente angosta

sábado, 11 de mayo de 2013

Noroeste parte I

Mi segundo viaje en moto fue más ambicioso aún, ya que si bien contaba con mucho menos tiempo, me las ingenié para mandarme otra travesía del carajo. Nueve míseros días era lo que conseguí para mayo del 2012, pero teniendo en cuenta de que un mes antes había viajado al paraíso de Ubatuba, en Brasil, no me podía quejar ni pedir más, sino más bien usar la astucia sobre la base de que siempre es mejor calidad que cantidad.
Me pintó ir a Jujuy, a esos paisajes inolvidables decorados por montañas coloridas que tanto me habían asombrado 15 años atrás. ¿Pero cómo recorrer Jujuy en apenas 9 días, saliendo encima de Buenos Aires y teniendo que volver viajando a 80km/h? Muy fácil: mandando la moto en camión para que el primer día de vacaciones ya esté allá, y tomarme un avión para llegar en cuestión de dos horas, en vez de dos días.

Catedral de Salta, frente a la plaza principal
Mandar la Morocha fue la primera aventura. La empresa de camiones funcionaba en un galpón de un barrio que no parecía de este planeta. Ya el nombre de la calle nació para mis oídos cuando lo leí (porque cuando leo, lo que leo lo escucho también). En el mapa aparecía lejano, en la otra punta de la ciudad. Memoricé cómo llegar y me mandé.
Fue una mañana de lluvia eterna y fría. Con el equipo impermeable viajé por una Buenos Aires empapada con el embalaje atado al asiento de atrás como pude. El camino fue largo, no había una manera directa de llegar, tomaba avenidas, me desviaba por calles, volvía a avenidas, y así. Por primera vez transité la solitaria avenida Lafuente, que me fue llevando fuera del territorio conocido. A través del visor del casco en catarata me vi rodeado por un barrio de escombros, era el único ser vivo bajo la lluvia en ese paraje de manzanas con restos de materiales de construcción. Seguí. Una avenida transitada que corté fue la línea divisoria que atravesé para llegar al barrio en cuestión, el del otro planeta.
Estaba formado íntegramente por galpones de expresos de larga distancia. Las calles, atestadas de camiones estacionados o avanzando en todas direcciones bajo la lluvia sin tregua de aquella mañana, eran difíciles de transitar. Por eso sentí que entraba en otro mundo, empequeñecido ante semejante aglomeramiento de caballos de fuerza, mojados.

viernes, 3 de mayo de 2013

Litoral parte IV

A la mañana siguiente salí de ese pueblo que me retuvo de tan extraña manera para encontrarme con una ruta en pésimo estado perdida en la selva, la ruta 20. Tenía que manejar con mucho cuidado, ya que después de varias de sus tantas curvas, subidas y bajadas se escondían pozos tremendos que amenazaban con poner fin a mi viaje, si no a mi vida. Eso no fue un problema, el problema fue el camión de aquel día. Yo tengo buena onda con los camioneros, generalmente manejan códigos basados en el respeto y la precaución, pero como siempre, hay excepciones. Después de una curva pronunciada, lo vi. Un camión viejo en esa ruta perdida, éramos nosotros dos en kilómetros a la redonda, de a poco me le fui acercando. Siendo que yo venía más rápido, intenté pasarlo en las pocas rectas que encontré, pero no me dejaba. Cada vez que me cruzaba al carril contrario y me ponía a la par suya, subía la marcha sin importarle la suerte de la pequeña moto junto al monstruo.

Vista desde la ruta a Andresito
En una recta un poco más larga me volví a mandar decidido, acelerábamos los dos al taco ya que nuestras velocidades finales eran casi iguales, y el guacho por algún motivo no quería que lo pase. Aunque íbamos a las chapas, lo fui pasando lentamente hasta que me le puse adelante, y ahí vino lo peor: se me pegó. Venía detrás mío pisándome los talones. Veía semejante masa metálica por los retrovisores como una bestia con dientes de hierro intentando alcanzarme. Ahí fue donde tuve que decidir: el orgullo o la inteligencia. Ganó la inteligencia, claro. Paré a un costado del camino y lo dejé alejarse. Después de unos 15 minutos escuchando los innumerables sonidos de la selva, volví a la ruta y a disfrutar del viaje.