Después de un paseo matinal por ese pintoresco pueblo volvimos a la hostería, nos cambiamos, armamos las alforjas,
las cargamos en la Morocha, llenamos el termo con agua caliente, y arrancamos.
Pero no anduvimos más de 4 metros… Finalmente, llegó el momento tan temido
durante casi tres años (desde que nació la Moro): ¡¡¡PINCHAMOS!!!
¡¡Juaaajajajaja, increíble!! Cuántas veces, cuántos motoqueros se asombraban de
que NUNCA haya pinchado una goma, y más con los caminos que he recorrido.
Pasa que la Morocha no tiene cámara, y por eso se la banca loco. Caminamos unas
10 cuadras en subida hasta la ruta donde tenía su taller el único gomero del
pueblo, el cual gentilmente nos llevó con su auto hasta la moto, le sacó la
goma trasera, la cargamos en el auto hasta la gomería, le encontró TRES
ESPINILLOS CLAVADOS, la arregló, nos llevó de vuelta a la moto y la colocó.
¡Pensar que los gomeros de Buenos Aires ni siquiera aceptan sacarte la goma! Y
me salió tres veces más barato que acá…
Queda demostrada la nobleza de la Morocha, con tres espinillos clavados nos sacó de esos barriales del
fin del mundo y nos llevó en ruta hasta un lugar seguro antes de perder todo el
aire. Si llegaba a quedar en llanta por esos caminos del salar todavía estábamos
ahí…